18/12/10

De cervezas y tormentas en Oriente

“Quiero cerveza” me dijo la alumna con bastante seriedad después de levantar la mano. “¡Quiero cerveza!” Con rapidez y pasmo busqué en mi mente un razonamiento para entender por qué una chica musulmana, con velo, y seria me estaba pidiendo una bebida alcohólica en mitad de mi clase de español de primer nivel. Asombrado, le dije que me lo repitiera. “¿Cerveza?”. O al menos eso entendía yo. Al final, entendí que su urgencia no era debida a una extraña necesidad de alcohol en vena surgida de un repentino abandono de Alá sino que la pobre chica quería ir al baño y no conseguía pronunciar bien la palabra servicio. Cuando se lo expliqué, se ruborizó y nos reímos un rato, mientras ponía la mano en el fuego para asegurar que eso no era lo que quería decir.


Anécdotas como ésta, o cómo la del día en que les tuve que explicar lo que es un tampón –en el Super parece sólo haber compresas con alas más grandes que las del Boing 747 que hace la ruta Cairo-Madrid (que conste que me lo ha dicho una amiga, yo realmente no tengo ni idea. De aviones claro)- y dibujarlo en la pizarra, o como cuando algunas chicas de clase me criticaron por poner al salido de Sabina en clase y su mano correspondiendo debajo de la falda en su mítico “Y nos dieron las diez…”, hacen que cada día me vaya a la cama sin preguntarme el “¿qué cojones hago yo aquí?” de hace un mes o el que me cague en los gritos de batalla que acompañan a los primeros rayos del sol.

Y es que, de alguna manera, ya pertenezco al entorno. Se me acepta. Así por ejemplo, en el café Diab de debajo de mi casa cada vez que llego ya me tienen preparada la shisha y la limonada, mientras Ahmed, el dueño, me suelta una verborrea que no entiendo pero que intuyo trata de cómo el Real Madrid o el Barcelona han jugado esta semana. Soy de España y eso en su café, y en su mentalidad futbolera, le hace ganar reputación si veo los partidos allí con él (La selección española debería estar dentro del Ministerio de Exteriores por ayudarnos a todos los expatriados a ganar reputación. Lo siento por los que estén en Holanda).

Igualmente pasa con mis vecinos, o el portero de al lado, o el tío de correos, o el sastre que, aunque ven que no les entiendo, siguen charlando conmigo como si fuera un familiar. Eso sí, muchos me llaman Monsieur, pues aunque su pasado francés pille lejos, la memoria de esos días no se olvida en esta ciudad y yo, yo soy un extranjero pese a todo. En España de los sesenta sería ese británico joven que está viviendo en un pueblecito andaluz al que todo el mundo conoce (sin poder estar borracho cada dos por tres como estaría el inglés, que aquí… como saben… chungo, chungo). Es esa vida de barrio que se ha perdido en las grandes ciudades europeas y que aquí, como dije, camina en el tiempo al contrario que las manecillas del reloj.

Poco a poco voy comprendiendo esos garabatos curvados que tienen por lenguaje, o percatándome de sonidos ocultos en mi llegada tales como el trotar de los coches de caballos en las calles de noche, o las sirenas de los barcos al partir de puerto y del tren al entrar en la estación –audibles desde mi terraza.

Me doy cuenta también que no porque se llame Egipto y haya desierto hace calor y sol todo el año. Si hace unos días iba en manga corta con un bonito color rosa de piel –no sé puede decir que consiga ponerme moreno por mucho que lo intente-, ahora no hay otra cosa que eche más de menos de España que mi ropa de abrigo. Y es que, hace una semana Alejandría sufrió una tormenta mientras la cual no paró de llover y granizar durante dos días, y desde entonces hace frío. Mi terraza parecía el Pantano San Juan con mis calzoncillos –colgados a secar en la cuerda el día antes- flotando a sus anchas entre el hielo o los restos de una maceta rota. El agua entraba por las junturas del balcón dentro de la casa y a mí ¡sólo me faltaba el neopreno para bucear en mi cuarto piso! Un desastre. Si hasta la luz se fue durante horas en el barrio entero y cuando volvió, se fue el agua. Y cuando ésta volvió, la luz dijo adiós otra vez junto al agua poco después.

En fin creo que tomaré nota y a la que vuelva de España tras las fiestas navideñas no sólo me traeré ropa de abrigo y unos calzoncillos nuevos, sino también un kit de supervivencia de Coronel Tapioca, una camiseta del Barça o del Madrid para conseguir shishas gratis y una cerveza para el siguiente alumno que me pida ir al baño (porque un tampón sería un poco descortés ¿no creen?).

También he pensado, y aquí acabo, traerme una copia de los evangelios. Especialmente el de Juán. Sí, sí, me estoy volviendo religioso señores. No se asusten, es por una buena razón que está ahí bien escrita. Y es que Jesús era un crack. Sí, sí, un crack. Pues no va el tío y, ante la falta de alcohol en estas tierras, ¡convierte el agua en vino! ¿No es un grande? A eso sí que le debo devoción y empeño.

1 comentario:

  1. Loco!!!! A ver si nos vemos en tu vuelta en navidades, como el turrón!! Tengo sed de historias orientales... A veces lo echo tanto de menos!!! Espero que la adaptación vaya yendo bien y que estés feliz. Un beso enorme!!!

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