21/1/12

El viajero sobre la vía y el ascensor

El otro día atropellé sin querer a un viajero. Éste debió morir. O no. No lo sé la verdad. No lo ví.

Viajaba en la línea 6 de metro en dirección a Place Nation, camino de casa, como cada tarde al salir del trabajo. El metro estaba llenísimo de gente y lo invadía un característico olor a goma quemada ya que rueda sobre neumáticos, lo que le hace adquirir sobre la marcha un cierto movimiento de cuatro por cuatro, incómodo. Había conseguido sentarme y me encontraba ensimismado en la lectura de la última novela de Javier Reverte -una historia en la Guinea española nada menos- cuando de repente, entre las estaciones de Place d’Italie y Nationale, en la parte delantera del tren, sonó un golpe seco. Al instante, la luz del tren se apagó y éste frenó con fuerza hasta detenerse en mitad del túnel. Estaba claro que había chocado con algo. Se encendieron las luces de emergencia y un conductor tranquilo y calmado anunció por megafonía, como si de rutina se tratara, que acababa de arroyar a un viajero que se encontraba sobre la vía. La marcha la retomamos media hora después, como si no hubiera pasado nada. Yo me preguntaba, sorprendido y a la vez contagiado de pasividad, sobre si aquel pobre señor habría perdido su tren y se había puesto a caminar o era una suerte de mochilero visitando las catacumbas de la ciudad sin plano ni linterna porque si no, no entiendo por qué lo identificaban como un viajero. 


El caso es que no es la primera vez que en el metro de París -que si bien tiene una frecuencia mayor que la del de Madrid, es bastante peor- anuncian que por culpa de la enfermedad de un “viajero” o su eventual atropello, el tráfico está ralentizado entre tal y cuál estación. Esta sinceridad de un metro que se inauguró hace 112 años me abruma. Sucesos como éste pasan al menos una vez a la semana diría yo. Es parte de la vida de la ciudad y, al parecer, nadie pone caras de sorpresa ante tales anuncios. Es más, la experiencia del turista en la capital francesa no estaría completa si no sube a la Torre Eiffel, y atropellara a un viajero con el metro mientras adereza el momento con una crepe de nutella.C'est la vie!!

En este metro, aparte de atropellar a alguien, también me echaron por delincuente juvenil. Sí, sí… Pasó en mi primer fin de semana en la ciudad hace cuatro meses ya. Había decidido ir a visitar el Museo de la Marina, situado en la plaza de Trocadero –merece mucho la pena, por cierto- y mi pobre francés hizo que comprara un billete de metro para niños en vez del que me correspondía a mí. Ingenuamente me iba riendo por dentro de lo barato que era en comparación con el de Madrid y pensaba que tenía que traer de paseo por este metropolitano a la señora Aguirre (y dejarla de "viajera" sobre la vía quizá) para que comparara precios -y ya puestos, salarios mínimos. Iba yo con estos pensamientos cuando, a lo lejos del vagón ví una banda de siete revisores uniformados pidiendo billetes. No uno, ni dos, ¡siete! El caso es que, con tranquilidad mostré mi billete y la revisora, gorda e inmensa, me increpó algo que entendí perfectamente pero decidí jugar al extranjero despistado pues me decía que algo no estaba bien. Además, llevaba el atuendo adecuado: cámara voluminosa colgada, plano de parís en inglés, cara de rubio tonto. Todo perfecto. Pero, los revisores de París deben ir a unas academias especiales pues la tía me miró de arriba abajo y en un perfecto español que ni Cervantes la tía fue y me dijo: “Hablo español caballero. Su billete no es válido y tiene que bajarse en la siguiente estación con todos nosotros para que la gente vea que le damos una lección por infringir las normas. Eso, o bien paga cincuenta euros”. Esto me lo dijo mientras los otros seis -faltos de acción posiblemente y con pelis de Hollywood en la cabeza, comenzaron a rodearme por si intentaba escaparme ¡habían pillado a uno! Finalemente bajé con ellos en la siguiente estación y se arregló todo comprando un billete nuevo previo cambio a español de la máquina expendedora, pero me sigue llamando la atención ver a los revisores en tropas de seis o siete por las estaciones del metro de París, mientras en Madrid me los he cruzado dos o tres veces solo en toda mi vida y nunca en grupos de más de tres.


Otro Metro que me llamó mucho la atención en su día fue el de El Cairo. El único suburbano del continente africano está situado en una ciudad que sobrepasa los veinte millones de habitantes. Tiene sólo dos líneas. Una de norte a sur, y otra de este a oeste. Simple y sencillo. Pocos transbordos, pocos colores sobre el plano. Una tercera línea lleva construyéndose desde los tiempos de Ramsés practicamente. Los billetes son como los de Madrid o París pero en garabatos árabes y costando diez veces menos. La verdad es que los trenes son algo modernos -con ventiladores giratorios modelo "Bar Paco" de los de toda la vida en vez de aire acondicionado- y funcionan con bastante regularidad, pero la primera vez que lo cogí vi que la norma “dejar salir antes de entrar” no existía o es relativa, como todo en Egipto. Recuerdo que cogí el metro por primera vez para ir desde mi casa en el barrio de Dokki, al oeste del Nilo, hasta la plaza de Tahrir, en la otra orilla. En mi parada subía mucha gente así que fue fácil entrar y hasta encontrar asiento. Llama la atención como la gente en vez de libros, lleva el Corán, y en lugar de e-books, móviles de última generación con los exitazos musicales árabes del momento a todo volumen. Cuando llegué a mi destino, -a la ahora símbolo de la revolución- no pude salir. Se abrieron las puertas y una auténtica barrera humana masculina – las mujeres suelen viajar en un vagón reservado para ellas- entró en el vagón como si de una carga bélica se tratara. Al mismo tiempo, otra gran masa intentábamos salir. Al final, tras empujones y pisotones, se consigue, pero en esta ocasión no me quedó más remedio que bajarme en la siguiente estación.

De este metro también son característicos los modernos accesos para minusválidos que tiene. El problema -en Egipto siempre hay un "pero"- viene antes y después del ascensor. Cualquiera que conozca El Cairo sabe que no es una ciudad precisamente habilitada para minusválidos. Es una ciudad especialmente habilitada para dejarte minusválido, eso sí. Por lo tanto, llegar a los ascensores del metro tiene su intríngulis si vas en silla de ruedas pero, si se consigue y quieres coger el ascensor, éste sólo te llevara al vestíbulo de entrada. Una vez allí, algunas estaciones tienen escaleras mecánicas o rampas de acceso a los andenes, pero la mayoría sólo cuenta con escaleras de las de toda la vida, así que el pobre que vaya en silla de ruedas –que no recuerdo haber visto a ninguno cuando viví allí- tendría grandes dificultades para montar en un tren. Eso sí, las señales para minusválidos quedaban muy bonitas y daban un aire super moderno a la ciudad. Cosa que, por otra parte, le falta al metro de París, donde gran parte de la ciudad está habilitada para gente de movilidad reducida, menos la gran parte del mismo metro.

20/11/11

La aventura de ser arqueólogo


La arqueología, una disciplina tan atractiva como desconocida por la mayor parte de la sociedad, es una aventura en si misma que llena de obstáculos a aquellos atrevidos que abanderados por la vocación son lo suficientemente valientes como para caminar por su senda. Una vida ciertamente de “puta por rastrojos”  que pone a prueba a cualquiera.
 
Todo comienza cuando al niño de cinco años le llevan al cine a ver Indiana Jones y el Arca Perdida (que menos mal que no le llevan a ver el Silencio de los Corderos) y sale diciendo a la par que hace movimientos con un látigo ficticio: “¡yo quieo se asqueologo mamá!”. Recuerden que son los años ochenta ¡España se abre al mundo! Nuestros padres pensaban que, al contrario que ellos, nosotros podríamos tener todas las oportunidades del mundo y triunfar eligiendo la profesión que quisiéramos.

Así, a finales de esta década, en muchos países, la carrera de arqueología (en España subyugada a la de Historia) experimentó un crecimiento considerable de estudiantes debido a las películas del tío del sombrero. Es más, el Instituto de Arqueología del University College de Londres –de los más prestigiosos del mundo mundial- fue reinaugurado por el mismísimo Harrison Ford. Y, años después, la Universidad de Southampton publicitaba su grado de arqueología con folletos en los que aparecía el susodicho arqueólogo y una tremendísima Angelina Jolie ataviada a lo Lara Croft (lo cual me convenció para pasar un año de mi vida en dicha universidad, obviamente).

Con el tiempo, ese niño llega a la universidad, hace la carrera de arqueología, se especializa, luego se híper-especializa y ¡ale! a buscar trabajo. Y aquí llega la verdadera aventura señores. Un mundo nuevo lleno de incertidumbres, supervivencia, peligros, mujeres fatales, viajes a lugares desconocidos, y animales depredadores que amenazan con arrebatarte la vocación y el futuro... ¡una auténtica película! Y es que, las salidas que un arqueólogo tiene al acabar su carrera en nuestro querido país son, básicamente, las mismas en las que estaba dividida la economía nacional, cuando todavía teníamos de eso. Es decir que te hacías funcionario, te dedicabas a la construcción, o muchas gracias y váyase usted fuera.

Si uno quería tener una posición estable dentro del mundo académico o en museos, no le quedaba otra que prepararse una tremenda oposición y, después de quizá varios años, conseguiría una plaza en alguna universidad o institución museística. Además, nuestro sistema es tan maravilloso que antes de que llegaras al museo especializado en tu materia, podías recalar en el Museo del Libro Invisible de tía Juana o, si me pones, en el de la Historia de la campana sorda de Teruel simplemente por lo que viene siendo “turismo” administrativo. Eso era, claro está, cuando había oportunidades. Ahora directamente no las hay.

Si, por el contrario, querías probar fortuna y dedicarte al mundo privado para estudiar, analizar e intentar preservar todos aquellos restos susceptibles de ser dañados por alguna obra que conlleve remoción de tierras o fondos marinos tu vida se convertía en un tremendo Plan E del gobierno español. Es decir, estabas por todos sitios sin estar en ninguno en concreto, trabajabas por cortos periodos de tiempo y el dinero que ganabas era un mero parche para pagar deudas anteriores o, con suerte, servía para ahorrar y mantenerte a flote hasta que saliera el próximo planazo.

Luego está la opción de largarse del país, a la cual, sin quererlo ni beberlo, me he visto forzado a elegir desde hace tiempo. Y sí, me va mejor que en España, aunque no sea por mucho tiempo. Al menos, en los lugares que he estado he podido disfrutar de mi profesión y atisbar un futuro que de otra manera no podría ni soñar. 
 
Así, cada vez somos más los que, en tertulias de expatriados –muchos arqueólogos y afines al gremio-, recordamos los sabores de los manjares patrios y ponemos al país patas arriba mientras todos quisiéramos volver si nos ofrecieran tan sólo la mitad de lo que tenemos ahora. Algunos incluso sueñan con el día en que un reportero despistado de “Españoles por el Mundo” pase por sus vidas y, tras saludar y enseñar los nietos a sus abuelas, les haga a través de la cámara el único homenaje –de cinco minutos, no pidamos más- que muchos recibirán de su tierra.

Esta noche, al igual que hace casi cuatro años, me sentaré frente una televisión extranjera a ver por el canal español internacional los resultados de la fiesta de la democracia, sedada y dormida, de mi país. 
 
Hay que ver lo que hace el cine de la década prodigiosa...
 

6/11/11

Hito náutico-bibliográfico de referencia

Hoy, por fin, retomo un poco la escritura después de meses sin letras digitales. En esta ocasión, simplemente hago una incursión en este blog para hacer publicidad de un libro con el que estoy disfrutando de lo lindo en esta mañana parisina de domingo.

Un libro, para aquellos "frikis" de la navegación y de los barquitos antiguos. Se trata de la obra culmen del Profesor Víctor M. Guerrero Ayuso, de la Universidad de la Islas Baleares. Publicado en el año 2009 por la BAR International Series (número 1952) con el título "Prehistoria de la Navegación. Origen y desarrollo de la arquitectura naval primigenia", sólo ha podido caer en mis manos ahora, tres años más tarde, cuando mi culo inquieto ha encontrado un sitio donde reposar por un tiempo para poder leerlo.

El libro, que cuesta un pastón y medio -todo hay que decirlo- y que sólo se puede comprar por Internet, profundiza en todos aquellos trazos y testimonios de los primeros pasos, troteos y carreras, de la humanidad por superficies acuáticas. Además, no sólo se centra en el ambiente del que es propio el autor, el mar Mediterráneo, sino que compara evidencias de todo el planeta, dándonos una visión amplísima, y detallada, de la importante incidencia que ha tenido el mar en la formación y pensamiento de las sociedades humanas de la antigüedad.

Me atrevería a decir que este libro marca ahora otro hito de referencia, como lo marcó en su día el famoso Musée Imaginaire de la Marine Antique de Lucien Basch, publicado en 1987, o el británico Boats of the World de Sean McGrail del año 2002, entre otros. Un libro que debería estar en todas las estanterías de bibliotecas y de náutico-bibliófilos, junto al resto de las obras de este prolífico autor incluídas -como no podía ser de otra forma- en el catálogo sobre arqueología náutica y subaucática española recién publicado por el Museo Nacional de Arqueología Subacuática ARQUA de Cartagena.

Voy a seguir leyendo. Buen domingo.

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15/5/11

Volando a Sol, pasando por la Liberación

Plaza de la Liberación. El Cairo. 12 de Mayo del año de la Revolución. He estado en esta plaza miles de veces desde que por primera vez viniera a Egipto hace años y nunca, como esta vez, se me había puesto el vello de punta. Y es que, desde las pasadas semanas de enero y febrero, en las que se sucedieron las protestas y enfrentamientos que, por todo el país, llevaron a la caída de Mubarak y al inicio de algo que quieren llamar cambio, esta plaza se ha convertido en todo un símbolo en el mundo árabe.

Por muchas ganas que me entraran de salir de Alejandría y sumarme a las masas de gente que reclamaban libertad entre el 25 de enero y el 11 de febrero, no había vuelto desde diciembre. Como es normal, el tráfico se ha reestablecido desde hace tiempo y ahora la gente, en vez de vivir y perecer en la Plaza, va a sentarse en el jardincito que hay en medio, aunque para llegar allí tengan que cruzar varios carriles movedizos e impredecibles de autos palimpsésticos.

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Las parejas, familias y grupetes de colegas se colocan allí y pasan el día, rodeados de ruido y contaminación –lo mejor para un rato de relajación vamos- mientras todo el perímetro de la plaza está repleto de puestecitos donde se pueden comprar banderas de Egipto, y todo tipo de parafernalia dedicada a la Revolución. Así, uno puede adquirir desde una camiseta o una taza revolucionaria hasta una pegatina tamaño real de una matrícula de coche egipcio con la fecha del 25 de enero impresa en ella. Igualmente, y siguiendo los preceptos de la moda revolucionaria, se venden banderas y otros símbolos de apoyo a los movimientos revolucionarios que se están desarrollando en Libia, Siria o Yemen. No obstante, los viernes, después de la oración, la plaza sí que suele llenarse de manifestantes para recordar a la actual regencia militar sus compromisos con el pueblo. Compromisos que, por ahora, no se ven respondidos en ninguna parte.

En fin, había ido a El Cairo pues al día siguiente tenía un vuelo de vuelta a Madrid. Dejaba, otra vez, mi vida egipcia. Todo, después de una semana cargada de anécdotas afectuosas, cargantes y divertidas que me han demostrado varias cosas: La importancia de lo natural y de los pequeños detalles, la amistad cercana y gran consideración de los más silenciosos, la estupidez de la diplomacia española, así como el pasotismo y desilusión de los que más esperas.

Sobre todo esto reflexionaba en el aeropuerto mientras me sajaban por un puñetero café aguado y un croissant que –sometido a carbono 14- sería de Tutankamón por lo menos. Derrochando mis últimas libras en tal bollería arqueológica me di cuenta de repente que, en la nueva terminal tres donde me hallaba, las canciones que ponían por megafonía y el vuelo anunciado tenían una estrecha relación. Así un vuelo a Roma, Fiumicino claro, iba precedido de un Nessun Dorma cantado por Pavarotti, mientras si el destino era el secundario Ciampino, Laura Paussini hacía de anfitriona. Música de Bollywood para Delhi, La Vie en Rose para París, Beatles para Londres, Frank Sinatra para New York, New York…y así con todos los destinos con más o menos acierto. Poco a poco iba creciendo mi interés por ver qué canción habría sido la elegida para representar a mi ciudad en esta Eurovisión aeroportuaria.

Veía movimiento en la puerta de embarque. En seguida llamarán a mi vuelo pensé. Se abre la megafonía y comienzan a sonar palmas, música de guitarra y un tío gritando como si le hubieran pisado un pie. Con la cabeza agachada me dije “sí, debe ser lo que han elegido para Madrid”. Flamenco puro y duro señores ¡Para competir con Edith Piaf o Paul McCartney! ¿¡es que no tenemos otra cosa coño!? Pero cual fue mi sorpresa cuando en vez de Madrid comunicaron que el vuelo con destino Barcelona estaba listo para embarcar. Menudo cabreo se iban a llevar los catalanes.

¡Todavía había esperanzas para meterse en el avión con la cabeza bien alta! Cuál sería la elegida para mi destino. Esperé un rato más pero la gente ya estaba embarcando. Mierda, deben haberlo anunciado justo cuando hablaba por teléfono hace unos minutos, me dije. Me puse en la cola de embarque. Nada sonaba por los altavoces. Dos personas más y mi turno. Todavía nada. Entrego mi tarjeta de embarque, me dan mi parte. Qué tenga buen vuelo y todo eso. Ando lentamente hacia la pasarela que me llevará a poner los pies fuera del país. Todavía nada. De repente, ¡tin ton tin!, megafonía. Me giro, me acerco a la puerta donde la señorita de azul me ha roto mi billete y asomo mi cabeza a la sala de espera mientras por todo el aeropuerto escucho a una ochentera Ana Torroja entonando un En la Puerta del Sol…

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6/5/11

Saludos de hombre egipcio

Por mucho que lo entienda, no me acostumbro. Lo siento, qué no puedo hombre. Qué a mí no me va. Aire, aire.

La primera vez que me pasó, aunque estaba prevenido, me resultó violento e incómodo. Fue hace tres años, en la Facultad de Letras de la Universidad Helwan de El Cairo. Yo acaba de llegar unos días antes -neófito en esto de Oriente- con una beca para estar en la ciudad egipcia durante varios meses y terminar así mi tesina. La Universidad, que está a una hora en metro de la famosa Plaza de la Liberación -allá donde Tutankhamon debió ir a enfermar- está en la orilla opuesta del Nilo a donde se encuentra la pirámide escalonada de Zoser. Recuerdo que desde lo alto del puente que llevaba a la entrada de la universidad se podía ver perfectamente la faraónica construcción, palmeritas por doquier, y el río salpicado de velas blancas.

El caso es que allí me presentaron a un estudiante de arqueología muy simpático y risueño que, educadamente, me tendió la mano para saludarme. Esto, el primer día. Unos días después, ese mismo chico –llamémosle Mohamed, Ahmed u Omar, lo mismo da que da lo mismo- me vio por el pasillo de la facultad, se acercó a saludar y mientras yo le tendía mi mano él, en un movimiento rápido y rutinario, me plantó dos besos en la cara que, aparte de pincharme con su barba islámico-veinteañera e impregnarme de un olor de tío que lleva sin ducharse varios días, me dejaron plantao en el sitio. Mi primera reacción hubiera sido del tipo ¡tío, tío… qué corra el aire, eh, que corra…! Pero claro, para esta gente es la manera cultural de saludarse entre hombres, aunque prácticamente no sé conozcan de nada. Así que lo entendí y ahora lo voy viendo como algo habitual. Así que con el tiempo, he tenido que aclimatarme a esta forma de saludo. Eso sí, cuando un tío me saluda ahora, siempre extiendo mi brazo e intento ponerlo rígido al saludar primero -que note que le va a costar acercarse a mis mejillas, que no soy de saludo fácil- y si el contacto es inevitable, bien hago como esas ricas y tontas famosillas de la telebasura española que ni si quiera se tocan al acercar sus caras ¡muá, muá!

Lo de las mujeres es otra cosa. Entre ellas también se besan al saludarse pero ¡ni se te ocurra saludar a una mujer velada con dos besos si eres hombre! Así reza la norma número uno de la diplomacia española en Egipto. Pues bien, esa norma, la he transgredido en ocasiones. La primera vez que me pasó, algo escandalosa y chocante la verdad, fue en El Cairo. Después de un día entero buscando piso por la ciudad, era ya el octavo haciendo la misma actividad, guiado por una simsar –buscadora de pisos que en este caso era bastante religiosa-, agotado la planté a ésta dos besos al despedirme sin pensarlo y, para más inri, en mitad de la calle. La mujer se puso a temblar, miró a izquierda y derecha desconcertada y, acto seguido, echó a correr hacia un taxi que había parado en la acera de enfrente. Cerró la puerta trasera con ella dentro -pillándose la túnica al hacerlo- y se largó a toda prisa ¡Un hombre que no era su marido la había tocado! ¡Allah la estaba mirando y juzgando! No obstante, yo creo que le debió de gustar pues me llamó otra vez al día siguiente para seguir mirando pisos y vino muy maquillada, con túnica nueva y hasta me invitó a una shisha en un sitio caro…

En otras ocasiones me ha pasado lo mismo, sin que los besos llegaran a materializarse, con chicas más jóvenes. Ellas, al más puro estilo femenino español cuando uno va a plantar un beso en los labios de la chica deseada, también hacen el famoso movimiento de la cobra, el cual posiblemente sea llamado de “el los siete velos” –uno, el que se ve, y los otros seis, los invisibles que debe haber entre ellas y la realidad.

En fin, en cuanto a esto de saludar ahora creo que soy mucho mejor y me he adaptado perfectamente a la situación geo-cultural en la que me hallo. Pero por dónde no paso –no puedo, me es superior- es por ir cogido de la mano por un tío a lo largo de la calle ¡ni en la calle, ni en ningún sitio! Y es que aquí, en el mundo árabe en general, es habitual que dos amigos vayan cogidos del brazo o de la mano como si nada.
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He de confesar que más de un colega egipcio lo ha intentado conmigo. Les sale de forma natural, como si fueran con un colega egipcio más, pero, amigos míos, que dos tíos vayan cogidos de la mano y que se den besos al saludarse y despedirse, no es una práctica que vaya conmigo. Al menos no en la manera y en lugar en que he crecido desde luego. Por eso mismo, cada vez que alguno hace el amago de engancharme de la mano, al primer roce la quito enseguida -¡qué no hombre!, ¡qué eso son mariconadas leñe! que diría Torrente- y reprimo, a la vez, que la otra mano, instintivamente, aparte al atrevido de un empujón.

Sólo una vez intenté ir cogido de la mano para involucrarme un poco en su mundo. Duré unos segundos que se me hicieron eternos –este tipo de prácticas antropológicas no me van al parecer. Me sentí raro, incómodo, incluso agobiado quizá. Como cuando después de un rollete de una noche, en España, la chica te coge de la mano en todo momento, mostrando un vínculo afectivo que quizá nunca exista. En otra ocasión, un viejecito -guardián de una de las tumbas de Sakara- se cogió de mi brazo durante un buen trecho. Por respeto al pobre abuelillo, aguanté como un jabato –además, tenía cierto toque paternal el acto- mientras oía las risas de mi madre y mi hermana unos metros por detrás a la par que los obturadores de sus cámaras hacían “clic” al echarme fotos.

Es curioso cómo cambia la manera de saludarse dependiendo de la geografía y el área cultural dónde te encuentres. Aún entendiendo esta diversidad, qué quieren que les diga. Yo echo de menos poder comprobar el carácter de un tipo a tenor de un simple estrechón de manos, o poder imaginarme el tipo de mujer que tengo delante por la cercanía con la que siento su saludo mezclado con el olor del perfume que me invade al besarla en sus mejillas.

12/4/11

El Peluquero de Mubarak

Anoche volví con un cabreo de aúpa a casa. Y es que, desde que volví a Alejandría hace casi dos semanas, todavía no me había encontrado con ninguno ¡Y resulta que era alumno mío!


Fue en el café Bab el-Shar -“Puerta del Este”- al que solemos ir todas las noches después de trabajar. Allí, entre humo de shishas, tés y cafés, ruido de dados y fichas moviéndose en interminables partidas de taula (backgammon), con el ir y venir del camarero –que lleva una moneda de veinticinco piastras, de esas con agujerito en medio, en el hueco de la oreja para poder oír mejor-, comentamos la jornada, discutimos de política y temas varios, y, en ocasiones, construímos babel chapurreando en diversas lenguas con los alumnos que quieren sumarse.

Uno de ellos, Omar, decía que estudiar Historia no servía para nada, que era aburrido y que no era más que eso, una larga historia que nunca acababa. No era práctica para la actualidad decía el muy becerro. Yo, sorprendido pues le creía un tipo culto y con más cabeza, le intentaba explicar la importancia que tiene conocer la trayectoria de un país y de su entorno –en este caso discutíamos de Egipto y de los cambios que se pretenden- para poder encauzarlo hacia un determinado futuro. Pero era imposible. Para él la Historia eran simplemente datos a recordar que nada tenían que ver con el presente y que en nada ayudarían a mejorar el futuro del país. Ahí ya me estaba tocando la médula y sentí que me iba encendiendo poco a poco con la conversación y que en cualquier momento le saltaba. Agarré la shisha y le dí unas cuantas caladas en un intento de calmarme.

Pero el tío –hijo de militar como no podía ser de otra forma- no hizo por mejorar su postura, aún viendo que todos los sentados alrededor estabamos en su contra. Y así, comenzó, también acalorado el chaval, a decir que echaba de menos los tiempos de Mubarak, en los que había más control en las calles y más seguridad. La gente necesitaba alguien que los guiara y comprendiera su forma de pensar, decía. Argumentaba también que los egipcios que murieron durante la revolución –unos ochocientos según los últimos recuentos- de alguna forma se lo tenían merecido pues son los que causaron que, actualmente y a los ojos de mi estudiante de español, el país esté sumido en un auténtico caos. Y para más inri, estaba de acuerdo en que había que educar a la población si se quería mejorar la situación del país pero que, para tal objetivo, habría que eliminar de golpe y porrazo a todos aquellos egipcios mayores, analfabetos e iletrados pues ellos jamás entenderían la importancia de los supuestos cambios, en caso de que se llevaran a cabo. Y esto lo dice uno que no quiere saber nada de su propia Historia, manda cojones.

Llegados a este punto, hice ademán de terminar mi enab, cambiamos la conversación hacia otros derroteros más seguros y pronto pagamos y nos fuimos. Cada uno por su lado. Ya me he encontrado en mi vida mucha gente con una mentalidad retrograda y cuya conversación es más un monólogo que un intercambio de ideas. No necesito más.


Sin embargo, varias horas antes, en el curso de nivel avanzado que doy a las 17.30 me encontré con otra de las facetas de este “nuevo” Egipto. Una de mis alumnas, Rana, defendía de manera apasionada la construcción de una nueva constitución en la que la religión se quedara completamente fuera del aparato de gobierno -hay que puntualizar que ella, al igual que muchos que defienden estas ideas, son personas religiosas, con velo y toda la parafernalia. Al parecer, junto muchos otros voluntarios jóvenes que voy conociendo, se estaba organizando para concienciar a la gente –sobre todo en las poblaciones más aisladas y pobres- sobre lo que supone tener un sistema democrático y laico. Estos jóvenes entienden que cualquier tipo de cambio comienza por la educación –a todos los niveles-, que un cambio de mentalidad puede llevar años y que por eso es necesario actuar cuánto antes. Hay mucha gente que tiene la energía y las ganas para hacerlo y seguir luchandon por llevar a buen término las consecuencias producidas por la revolución.


Estos ejemplos son dos de los rostros que tendrán que lidiar en la construcción del país si quieren que el proceso comenzado el pasado 25 de enero traiga un mejor futuro. De alguna manera me recuerda –aunque nunca lo viví- a las discusiones que en el otro extremo del Mediterráneo debieron producirse en otra transición hacia la democracia hace ya treinta y tantos años.

El caso es que por la calles de Alejandría, si bien nada parece haber cambiado, si se respira un cierto ambiente distinto. La policía rara vez está en las calles. Y cuando sale, lo hace tímidamente, como perro culpable con miedo al palo del amo -en este caso el pueblo- y con coches totalmente nuevos y de color blanco en su mayoría cuando antes eran todos azul oscuro. El ejército -el cual hace unos días abrió fuego contra los manifestantes que pacíficamente pedían que se juzgara a Mubarak en Tahrir- está en las calles pero sólo alrededor de los edificios importantes (un caso curioso: El Consulado de Libia está completamente blindado por el ejército egipcio. El de España, sin embargo, no tiene protección alguna). El país funciona a medio gas, sucediéndose numerosas huelgas de diversos colectivos que piden mejoras en sus condiciones laborales, de vida o de estudios.

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Igualmente las fachadas de muchos muros y edificios han sido pintadas con banderas de Egipto, símbolos de libertad y palomas de la paz. Por otro lado, la expresividad cultural con referencias a la libertad –tantos años reprimida por el rais- está surgiendo de debajo de los tanques y no es extraño ver, por ejemplo, conciertos y actividades pro-democracia y anti-régimen en algunos rincones de la ciudad. Cosa completamente prohibida hace tan sólo dos meses.



Aún así, la actual “regencia” militar del país no ha cambiado nada. Su jefe, Mohammed Hussein Tantawi, era una persona bien cercana al depuesto presidente. Incluso hay teorías que cuentan que el Señor Mubarak sigue moviendo los hilos desde su residencia en Sharm el-Sheik. Todo igual que antes, pero ahora viendo el mar, sin masas de gente que vengan a su palacio a incordiarle y seguramente con una shisha en una mano mientras cuenta los millones que tiene con la otra. Algunos cuentan que hasta le envían a su peluquero personal una vez por semana en avión privado desde El Cairo. Y seguramente, una vez alicatado, salga de marcha por la ciudad costera del Mar Rojo durante el toque de queda –entre 2 y 5 de la mañana-, el cual se mantiene probablemente para que nadie le vea y pueda darse un garbeo.