21/1/12

El viajero sobre la vía y el ascensor

El otro día atropellé sin querer a un viajero. Éste debió morir. O no. No lo sé la verdad. No lo ví.

Viajaba en la línea 6 de metro en dirección a Place Nation, camino de casa, como cada tarde al salir del trabajo. El metro estaba llenísimo de gente y lo invadía un característico olor a goma quemada ya que rueda sobre neumáticos, lo que le hace adquirir sobre la marcha un cierto movimiento de cuatro por cuatro, incómodo. Había conseguido sentarme y me encontraba ensimismado en la lectura de la última novela de Javier Reverte -una historia en la Guinea española nada menos- cuando de repente, entre las estaciones de Place d’Italie y Nationale, en la parte delantera del tren, sonó un golpe seco. Al instante, la luz del tren se apagó y éste frenó con fuerza hasta detenerse en mitad del túnel. Estaba claro que había chocado con algo. Se encendieron las luces de emergencia y un conductor tranquilo y calmado anunció por megafonía, como si de rutina se tratara, que acababa de arroyar a un viajero que se encontraba sobre la vía. La marcha la retomamos media hora después, como si no hubiera pasado nada. Yo me preguntaba, sorprendido y a la vez contagiado de pasividad, sobre si aquel pobre señor habría perdido su tren y se había puesto a caminar o era una suerte de mochilero visitando las catacumbas de la ciudad sin plano ni linterna porque si no, no entiendo por qué lo identificaban como un viajero. 


El caso es que no es la primera vez que en el metro de París -que si bien tiene una frecuencia mayor que la del de Madrid, es bastante peor- anuncian que por culpa de la enfermedad de un “viajero” o su eventual atropello, el tráfico está ralentizado entre tal y cuál estación. Esta sinceridad de un metro que se inauguró hace 112 años me abruma. Sucesos como éste pasan al menos una vez a la semana diría yo. Es parte de la vida de la ciudad y, al parecer, nadie pone caras de sorpresa ante tales anuncios. Es más, la experiencia del turista en la capital francesa no estaría completa si no sube a la Torre Eiffel, y atropellara a un viajero con el metro mientras adereza el momento con una crepe de nutella.C'est la vie!!

En este metro, aparte de atropellar a alguien, también me echaron por delincuente juvenil. Sí, sí… Pasó en mi primer fin de semana en la ciudad hace cuatro meses ya. Había decidido ir a visitar el Museo de la Marina, situado en la plaza de Trocadero –merece mucho la pena, por cierto- y mi pobre francés hizo que comprara un billete de metro para niños en vez del que me correspondía a mí. Ingenuamente me iba riendo por dentro de lo barato que era en comparación con el de Madrid y pensaba que tenía que traer de paseo por este metropolitano a la señora Aguirre (y dejarla de "viajera" sobre la vía quizá) para que comparara precios -y ya puestos, salarios mínimos. Iba yo con estos pensamientos cuando, a lo lejos del vagón ví una banda de siete revisores uniformados pidiendo billetes. No uno, ni dos, ¡siete! El caso es que, con tranquilidad mostré mi billete y la revisora, gorda e inmensa, me increpó algo que entendí perfectamente pero decidí jugar al extranjero despistado pues me decía que algo no estaba bien. Además, llevaba el atuendo adecuado: cámara voluminosa colgada, plano de parís en inglés, cara de rubio tonto. Todo perfecto. Pero, los revisores de París deben ir a unas academias especiales pues la tía me miró de arriba abajo y en un perfecto español que ni Cervantes la tía fue y me dijo: “Hablo español caballero. Su billete no es válido y tiene que bajarse en la siguiente estación con todos nosotros para que la gente vea que le damos una lección por infringir las normas. Eso, o bien paga cincuenta euros”. Esto me lo dijo mientras los otros seis -faltos de acción posiblemente y con pelis de Hollywood en la cabeza, comenzaron a rodearme por si intentaba escaparme ¡habían pillado a uno! Finalemente bajé con ellos en la siguiente estación y se arregló todo comprando un billete nuevo previo cambio a español de la máquina expendedora, pero me sigue llamando la atención ver a los revisores en tropas de seis o siete por las estaciones del metro de París, mientras en Madrid me los he cruzado dos o tres veces solo en toda mi vida y nunca en grupos de más de tres.


Otro Metro que me llamó mucho la atención en su día fue el de El Cairo. El único suburbano del continente africano está situado en una ciudad que sobrepasa los veinte millones de habitantes. Tiene sólo dos líneas. Una de norte a sur, y otra de este a oeste. Simple y sencillo. Pocos transbordos, pocos colores sobre el plano. Una tercera línea lleva construyéndose desde los tiempos de Ramsés practicamente. Los billetes son como los de Madrid o París pero en garabatos árabes y costando diez veces menos. La verdad es que los trenes son algo modernos -con ventiladores giratorios modelo "Bar Paco" de los de toda la vida en vez de aire acondicionado- y funcionan con bastante regularidad, pero la primera vez que lo cogí vi que la norma “dejar salir antes de entrar” no existía o es relativa, como todo en Egipto. Recuerdo que cogí el metro por primera vez para ir desde mi casa en el barrio de Dokki, al oeste del Nilo, hasta la plaza de Tahrir, en la otra orilla. En mi parada subía mucha gente así que fue fácil entrar y hasta encontrar asiento. Llama la atención como la gente en vez de libros, lleva el Corán, y en lugar de e-books, móviles de última generación con los exitazos musicales árabes del momento a todo volumen. Cuando llegué a mi destino, -a la ahora símbolo de la revolución- no pude salir. Se abrieron las puertas y una auténtica barrera humana masculina – las mujeres suelen viajar en un vagón reservado para ellas- entró en el vagón como si de una carga bélica se tratara. Al mismo tiempo, otra gran masa intentábamos salir. Al final, tras empujones y pisotones, se consigue, pero en esta ocasión no me quedó más remedio que bajarme en la siguiente estación.

De este metro también son característicos los modernos accesos para minusválidos que tiene. El problema -en Egipto siempre hay un "pero"- viene antes y después del ascensor. Cualquiera que conozca El Cairo sabe que no es una ciudad precisamente habilitada para minusválidos. Es una ciudad especialmente habilitada para dejarte minusválido, eso sí. Por lo tanto, llegar a los ascensores del metro tiene su intríngulis si vas en silla de ruedas pero, si se consigue y quieres coger el ascensor, éste sólo te llevara al vestíbulo de entrada. Una vez allí, algunas estaciones tienen escaleras mecánicas o rampas de acceso a los andenes, pero la mayoría sólo cuenta con escaleras de las de toda la vida, así que el pobre que vaya en silla de ruedas –que no recuerdo haber visto a ninguno cuando viví allí- tendría grandes dificultades para montar en un tren. Eso sí, las señales para minusválidos quedaban muy bonitas y daban un aire super moderno a la ciudad. Cosa que, por otra parte, le falta al metro de París, donde gran parte de la ciudad está habilitada para gente de movilidad reducida, menos la gran parte del mismo metro.