30/11/10

Retorno a Iskandariya

Cinco de la mañana. La habitación queda iluminada por los primeros rayos de luz mediterránea que se hacen paso por los balcones de mi cuarto. Poco a poco, como si de un bisbiseo de moscas que se acercan por el Este se tratara, los cánticos de las mezquitas de la ciudad comienzan a despertar hasta el más infiel de sus habitantes. Unos instantes después, entonando el orgullo de la identidad en esta peculiar batalla religiosa, la Iglesia Griega-Ortodoxa que queda enfrente de mí casa repica sus campanas con una fuerza increíble, como si con su sonido acallara a los mil muecines que gritan los cien nombres de Alá. Y yo, yo me cago en la Biblia, el Corán y en sus cien mil hijos y profetas que en esta esquina del Mediterráneo no me dejan dormir cuando ¡un servidor no trabaja hasta las cinco de la tarde!

En fin, qué le vamos a hacer, una vez despierto pues ala… buenos días, hacemos café, enchufamos el ordenador, periódicos digitales –de esos de papel, que no tengan garabatos ininteligibles, imposible hallarlos- salimos a la terraza, bostezamos en pijama, ¡ups! hola señora de enfrente, se dispersa la bruma del mar, comenzamos a oler a especias, el café de abajo saca sus sillas, mesas y sirve los primeros tés y shishas, la pescadería del edificio que está en ruinas se nutre de lo que los barcos han traído a puerto esta mañana, pasa el afilador por si quiere afilar algo, el chatarrero –con sus silbiditos típicos que me recuerdan al Madrid de mi infancia- y así, poco a poco, el centro de la ciudad se llena de un bullicio singular y, hasta ya, rutinario que no terminará hasta las tantas de la próxima noche. Y es que, Señores, esto es, otra vez, Oriente.

Pero no sólo es Oriente. Es también África y la desembocadura del río más largo del Mundo. Es Alejandro Magno y Cleopatra. O la cuna de Kavafis y de sus periplos a Ítaca. Es un lugar donde el tiempo parece haberse detenido para comenzar una marcha hacia su pasado en una ilógica búsqueda de la prosperidad perdida. Es otra vez Egipto, la ciudad de Alejandría.

Y, ¿cómo llega uno hasta aquí? Pues eso mismo me pregunto yo cada mañana después de saludar a la vecina en pijama ¿qué cojones hago yo aquí otra vez? Supongo que ante una situación de estancamiento profesional y personal, uno recibe una llamada un día y le dicen: “Oiga, ¿quiere Usted un trabajo, una casa y unos amigos?” y cómo va a decir uno que no. El único problema es que todo eso te lo dan a tres mil quinientos kilómetros de tu residencia habitual y, claro, ahí entra entonces el factor aventura, cargado con dosis de ilusión y nostalgia, y un poquito de perejil -por supuesto, nada de jamón. Y así, casi sin pensar en las consecuencias -ni en el tiempo que estaría por aquí-, me vine a Alejandría para enseñar la lengua patria a jóvenes egipcios seguidores, en su mayoría, del Barça y amantes de los Gipsy Kings, la Macarena y Julio Iglesias ¡Toda una experiencia! me dirán. Pues sí, no hay nada como irse lejos para sentirse más cerca, y conocer así mejor tu propio país, aunque sea a ritmo azulgrana y con flamenco orientalizado -¡habibi, habibi! con un buen zapateao y vestido de faralaes, ya me entienden. Y, por si fuera poco, he vuelto a Egipto en un periodo de cambio. Cambios de esos que hacen que todo siga igual, que se vistan de democracia cuando quieren decir dictadura. Levantan la mano derecha por un lado para confirmar lo que dice el “líder”, como en los sistemas más autoritarios, y con la otra reciben dinero a escondidas por sus gestiones más oscuras, como en los sistemas más democráticos.

Pero bueno, ya habrá tiempo para quejarse o descojonarse, que anécdotas e historias no faltan. El sol ya está bien alto y va siendo hora de darse un paseo por la Corniche en dirección a la moderna Biblioteca Alexandrina, comer un buen shawarma, acompañado de una limonada de esas que sólo hacen aquí, mientras devoro el último libro de Eduardo Mendoza sentado frente a esa bahía donde algunos piratillas se vanaglorian de sacar tesoros sumergidos.