El 4 de septiembre de 1871 atracaba en el PuertoOccidental de Alejandría la fragata española Arapiles, tras hacer una visita al recién inaugurado Canal de Suez en Port Said. El barco, un navío blindado de guerra construido en Inglaterra ese mismo año y provisto de cuatro palos, dos hélices y seis calderas con cinco carboneras para su impulso a vapor, había partido de Nápoles –donde representaba a la fraccionada España de Amadeo I de Saboya en la Exposición Universal de la ciudad- mes y medio antes con destino Oriente.
Esta expedición se hizo en un momento en que España necesitaba reinventar su cara ante Europa tras los numerosos cambios de gobierno, caos, desamortizaciones y crisis económicas acaecidas a en la segunda mitad del siglo XIX. Quizá, intentando emular a Napoleón a comienzos de siglo y su desembarco con científicos en Egipto –que consiguieron hacerse con tal cantidad de objetos y obras de arte faraónicas que los ingleses no dudaron en quitárselas para adornar las paredes de su querido Museo Británico en cuanto tuvieron ocasión- los españolitos quisimos hacer lo mismo. Pero, si bien la idea era buena y el recién creado Museo Nacional de Arqueología necesitaba llenar sus colecciones con piezas arqueológicas representativas y de diverso origen, la empresa se llevó a cabo con muchísimos obstáculos y teniendo que pedir ayuda de manera constante para poder acabarla. Es decir, se hizo rápido, mal, sin previsión y con mucha pomposidad. Como a los españoles nos gusta hacer las cosas, vamos.
Los puertos en los que recaló nuestro navío antes de llegar a Egipto fueron Mesina, Siracusa, El Pireo, Çannakale, Constantinopla, Esmirna, Quíos, Samos, Rodas, Larnaca, Beirut y Jafa. Más bien parecía un crucerito de placer, antes que una misión española aprobada por Real Orden ¡si hasta la mujer del capitán del barco iba a bordo!
Entre los objetivos de la travesía estaban los de obtención de piezas para el museo y visita a diversas colecciones para conocer su metodología museológica, a la par que ampliar relaciones diplomáticas con los países ribereños y aumentar la presencia comercial española en Oriente. El problema es que, aun a sabiendas de que el dinero concedido era insuficiente, no dudamos ni un instante en partir de Nápoles ¡ya alguien se apiadaría de nosotros en el camino!
De hecho, al llegar a Alejandría –último puerto de la expedición- no tenían más dinero para compras, ni tenían víveres –la tripulación era de 502 individuos- o combustible suficiente para continuar. Se tuvieron que quedar en la ciudad menos tiempo del programado. Además, por culpa de la poca ayuda del MAN y del gobierno central, los tres científicos que componían la Comisión Científica –un arqueólogo, un epigrafista e intérprete, y un dibujante y fotógrafo, pareciendo un chiste del gremio- tuvieron que resignarse a no ver las pirámides de Gizeh y no poder gritar, a lo Napoleón, eso de “¡desde lo alto de esas pirámides…!”, con la ilusión que les haría. No pudieron tampoco retratarse subidos a camello con la pirámide de Keops al fondo y un sonriente beduino a su lado, ni grabar su nombre en alguna roca -con el año de la infracción al lado, claro- como hacían los señoritos de entonces. Pero pudieron disfrutar, durante tres días, con sus noches, de una Alejandría que volvía a ser la perla del Mediterráneo, testigo de la mezcla de culturas orientales y occidentales, así como foco comercial por excelencia de todo el Levante.
La Alejandría que nuestros expedicionarios vieron era la imagen de una ciudad que acababa de recuperar un esplendor e importancia largamente perdidos. Todo gracias a los cambios llevados a cabo entre 1830 a 1860 cuando Mohamed Ali, también admirador de Bonaparte, se hizo con los mejores ingenieros franceses y los más doctos arquitectos italianos y griegos para acometer unas reformas urbanísticas que dieron a la metrópoli un aire completamente europeo. De esta forma, se limpió el canal que comunicaba con Rosetta y su brazo del Nilo –durante años colmatado y en desuso-, abasteció la ciudad por primera vez con agua fresca, mejoró el sistema de transporte con el resto del país -especialmente con El Cairo-, y amplió las instalaciones portuarias del Muelle Occidental que, por primera vez, permitía el atraque a navíos cristianos, como la Arapiles -hasta entonces sólo podían atracar en el Puerto Oriental, más pequeño y de menor calado.
Todas estas mejoras conllevaron el incremento de población de la ciudad que pasó de 13.000 habitantes a comienzos del siglo XIX a unos 300.000 por el tiempo de la expedición española. El número de extranjeros que se asentaban en la ciudad –especialmente griegos y sirios- cada vez era más grande, creándose zonas específicas para su residencia como los barrios de Mancheeya o Attarine, donde el arquitecto Francesco Mancini diseñó un tramado urbano con grandes avenidas y ajardinadas plazas. Tanto creció la ciudad que en 1860 se tuvo que crear la Estación Ferroviaria de Ramleh y un sistema de tranvías que, aún siendo el más antiguo de todo el continente africano, no debe haber sufrido muchos cambios hasta la actualidad. Los tranvías que debió ver la tripulación de la Arapiles estarían aún tirados por caballos. Poco después pasaron a ser de vapor y en 1902 se electrificaría toda la red.
Paradigmáticamente, mientras los grandes descubrimientos arqueológicos se llevaban a cabo en otras riberas del Mediterráneo, en Alejandría -cuyo crecimiento urbano había ocupado todos los restos de la antigua ciudad- la investigación tuvo que hacerse a cargo de académicos locales sin ningún renombre internacional. Es importante mencionar el plano de la ciudad antigua que elaboró el ingeniero Mahmud al-Falaki en 1866, que ha servido, un siglo después, para analizar y buscar los restos de la ciudad Greco-Romana. A parte, sólo dos arqueólogos alemanes serían bien recordados entre algunas hazañas extranjeras: Ernst von Sieglin, por sus trabajos en las catacumbas de Komb es-Shoqafa –atracción turística por excelencia de la ciudad actual- y Heinrich Schiliemann, recordado por no poder añadir la tumba de Alejandro Magno a sus descubrimientos chovinistas.
Por desgracia los españoles, esta vez, tampoco pudimos hacer nada más que mirar y negociar, tal y como hacen los turistas que pasan en la actualidad por la ciudad –incluso, quizás fueran los alejandrinos los que nos dieran bakshish a nosotros esta vez. Durante la estancia de los de la Arapiles en Egipto, el Capitán D. Ignacio García de Tudela –cansado de su mujer a estas alturas del viaje supongo-, telegrafió al Ministro de la Marina para pedir más ayudas pues veía que llegar a España iba a ser cosa improbable como no se pusieran a remar y se comieran los unos a los otros. Así, tras una respuesta positiva, el 7 de septiembre pusieron rumbo a Cartagena, donde arribarían quince días después tras un necesario reabastecimiento de carbón en la Valeta.
El Doctor Juan de Dios de la Rada y Delgado, -impulsor de la expedición y científico experto en Arqueología, Numismática y Diplomática-, a pesar de las dificultades económicas en las que se hallaba al llegar al puerto egipcio, consiguió hacerse con algunos objetos que hoy en día son de lo más preciado en el Museo Arqueológico Nacional. Un ejemplo puede ser la magnífica cabeza en granito de un soberano ptolemaico -en canon completamente faraónico- que hoy forma parte de sus fondos y que fue traída en uno de los 22 cajones de piezas, fotos, dibujos y descripciones que la “improvisada” expedición produjo eventualmente.