13/12/09

Mi primer naufragio

Hacía un día perfecto para navegar. Muy buena temperatura y un viento de levante no muy fuerte que sin duda quería aprovechar en mi última mañana en la Escuela Náutica de Oliva. Había venido aquí con mi padre y hermana para pasar la Semana Santa del año 91 creo, ¿o era el 92? En fin, como digo, aquel día, como colofón al cursillo de vela que había realizado, se organizó una pequeña regata con la embarcación que habíamos aprendido a gobernar en los días anteriores: El Optimist. Una embarcación pequeña con la que los niños aprenden a navegar.


Al terminar la regata, la cual no gané, los instructores nos dieron una hora de navegación libre tras la cual debíamos regresar a puerto por nuestra cuenta. En mi barco, del cual me creía capitán y timonel, éramos dos. El otro chico, de cuyo nombre me es imposible acordarme, era menor que yo y no se movía de su rinconcito a proa. Tampoco es que yo le dejase mucha acción ya que, en esos casi tres metros de cascarón de nuez, él era un simple grumetillo.

Finalmente, tras un rato dando vueltas, Mister “sin nombre” y yo pusimos rumbo a puerto antes que todos los demás. El viento nos venía principalmente por la popa así que, como me habían enseñado, solté escota al máximo para que se abriera la vela completamente al viento y nos impulsará a mayor velocidad. La embarcación comenzó a ir más deprisa mientras posiblemente yo, a mis once años, me imaginaba que era un pirata de los mares del sur en busca de un tesoro perdido a la par que me perseguía un imponente galeón inglés. En estas estaba, tan ensimismado, que no me di cuenta de que por la proa, demasiado cargada entre el peso de mi grumete y el impulso del viento, comenzaba a entrar agua a horcajadas.

En cuestión de segundos, el casco de nuestro pequeño bote se fue a pique dejándonos a los dos tripulantes literalmente con el agua al cuello. Y digo con el agua al cuello pues ninguno de los dos nos levantamos de nuestras posiciones mientras nos hundíamos (“¡un capitán nunca abandona su barco!” debía pensar). Así, cuando el casco tocó fondo, la superficie del agua nos llegaba más o menos por la nariz. Después de todo, habíamos llegado a nuestro destino. O casi. Estábamos a unos cinco metros de la ensenada donde varábamos las embarcaciones y la profundidad no superaba el metro.

Recuerdo que nos miramos con cara de sorpresa y culpabilidad. Seguidamente, miramos alrededor en busca de testigos. Uffff, no había moros en la costa. Los demás todavía no habían llegado siquiera a la bocana del puerto y los padres estarían en la cafetería tomando su vermut del mediodía. Inmediatamente, sin cruzar palabra entre nosotros y viendo que la embarcación pesaba demasiado como para sacarla del agua, desmontamos la vela, el mástil y la botavara y nos dirigimos a las instalaciones de la escuela donde dejamos toso el material. El casco de la nave reposaría bajo las aguas para siempre, o eso pensábamos entonces. Nuestro hundimiento estaba oculto y, por lo tanto, mi orgullo como timonel también…
Esta fue mi primera experiencia como navegante a bordo de un velero. Después de dejar las instalaciones del puerto me despedí de mi compañero de tragedia y me fui a buscar a mi padre y hermana a la cafetería donde se encontraban. Estaba eufórico ¡había sobrevivido a un naufragio! pero no debía decir nada si no quería ganarme un buen castigo. Todo salió bien. Les convencí de que habíamos terminado las clases y nos fuimos a casa. Algún tiempo después, una vez en Madrid, recibí una carta de la Escuela Náutica de Oliva. De primeras, creí que me habían descubierto, que debía pagar las pérdidas y daños causados ¡que deshonor! ¡Debería huir del temido castigo! Pero no. No sé habían dado cuenta aún. O eso parecía. Me mandaban, sin embargo, ¡un carnet especial (y honorífico supongo) que me acreditaba como buen navegante de Optimist! Si ellos supieran…

Desde entonces he realizado más cursos de vela y les prometo, señores, que no he vuelto a hundir un barco. Soy un marinero de fiar. Inexperto, pero de fiar. Me viene todo esto a la memoria pues ayer mismo, por primera vez, atraqué un gran velero de 15 metros de eslora yo solito en el Puerto Tomás Maestre, aquí en La Manga, recibiendo el viento también por Levante. Me quitaba así esa espinita que me acompañaba desde los once años y que contribuyó a que trabajara en barcos hundidos en vez de hundirlos yo mismo.

20/9/09

Nubarrones sobre el Mar Menor

Pues sí, me reafirmo en lo que decía en mi anterior entrada y reflexiono en cómo las cosas pueden cambiar en una abrir y cerrar de ojos. Tan pronto el universo conspira para que todo lo que uno ha deseado aparezca delante de nuestros ojos y, tan sólo al instante después de habernos siquiera mojado nuestros labios con lo deseado, todo se nubla y tiende a desaparecer.
No se confundan, ya saben los que me conocen que pese a los reveses soy una persona bastante positiva y siempre tiendo a buscar soluciones y pensar que todo va a salir de miedo. Pero a veces uno lleva sumadas algunas derrotas en el cuerpo y pensar en nuevas batallas requiere de un esfuerzo cada vez mayor. Aunque, por supuesto, sigo en la convicción de que hay que seguir luchando.
Con ese positivismo como guía, puedo proclamar que mis andanzas por esta ciudad milenaria de Qart Hadast –quizá inacabadas aún- han sido muy gratificantes: He podido sumergirme en un pasado de navegantes intrépidos de más de 2000 años que no han hecho sino acrecentar mis ganas de aventura, de nuevos periplos y de vivir la historia y el mar más de cerca; he conocido y convivido con gente que me han demostrado el lado más humano de esta profesión, cargada siempre de obstáculos; me he enamorado de los atardeceres del Mar Menor –que nada tienen que envidiar a los de oriente, aunque me cueste reconocerlo- desde terrazas en el séptimo cielo de La Manga; y he disfrutado mágicamente de noches de doble luna aún sabiendo que hay nubarrones que amenazan con cubrir el horizonte.
Quizá mi ilusión por las cosas me ha llevado a acercarme a ellas desde la impaciencia y la inexperiencia, lo que ha provocado que ahora me vea abocado a un cambio de ritmo, a una mayor cautela por hacer que todo salga bien.
Mi trabajo de reportero de la antigüedad se ha visto vencido –de momento- por esa eterna lucha con la administración pública, quién parece no entender que para trabajar uno tiene que comer y vivir al mismo tiempo, y que para eso hay que pagar en su debido momento. Nos tratan como simples expedientes y números aquellos que tienen su pan garantizado a fin de mes, incluso si se pasan el día tocándose la barriga y hablando por el teléfono. No hay empatía, ni mucho menos simpatía en la burocracia de nuestro país. Por esta causa, señores, entono el “yo me bajo en Atocha, yo me quedo en Madrid” de Sabina, y en breve regreso a puerto seco, a reorganizar mi vida, y a poner en desarrollo nuevos proyectos y travesías. Se aceptan, cómo no, ideas y consejos varios, noches de ánimos alcohólicos y placenteros, tardes de afrutada shisha, limosnas, drogas... ¡hasta reclutar una tropa de matones a ver qué cojones hace el interventor del Ministerio de Cultura con mis facturas!

Sin embargo, y aquí acabo, lo bueno de estos reveses es que uno se da cuenta de quiénes son de verdad sus eternos compañeros de viaje. Ciertamente, puedo decir que tengo la suerte de haberme juntado a lo largo de mi corta travesía con unas amistades extraordinarias, unos caballeros de mi mesa redonda particular que han demostrado una abnegación sin igual a este “rey” con minúsculas. Gracias a todos chicos, sois increíbles.

18/9/09

Quiero cantarte un beso (Silvio Rodríguez)
"Quiero cantarte un beso
mas todo se confunde
entre un millon de huesos
y derrumbes
a si que el beso huye
con ojos de reproche
mientras la sangre fluye
por las noches
la muerte se ha regado
por toda la pradera
aquel que la ha sembrado
¿que le espera?
dicen que el responsable
nunca ha gastado cuernos
solo un traje impecable
en los infiernos
y vuelve la necesidad
de repasarme donde estoy
si existe o no la humanidad
y si se ha visto hoy
la esfera agonizando
todos los días explota
y nadie esta mirando
que esta rota
35 mil niños
mataron ese día
la tele no hizo un guiño todavía
y vuelve la necesidad de repasarme donde estoy
si existe o no la humanidad
y si se ha visto hoy
grandes ilusionistas
con hazañas de alarde
dicen que son altruistas
los cobarde
mientras el poderoso
mas ordena y mas traga
y el pequeño ripioso
siempre paga
y vuelve la necesidad
de repasarme donde estoy
si existe o no la humanidad
y si se ha visto hoy
creí que nadie estaba
que nada respondía
pero el amor velaba todavía
y el viejo centinela
en medio del desierto
prendió infinitas velas
por los muertos
y vuelve la necesidad
de repasarme donde estoy
si existe o no la humanidad
y si se ha visto hoy
y vuelve la necesidad
de repasarme donde estoy
si existe i no la humanidad
y si se ha visto hoy
y si se ha visto hoy
hablado:
quiero cantarte un beso
mas todo se confunde
entre un millón de huesos y derrumbes
a si que el beso huye
con ojos de reproche
mientras la sangre fluye por las noches
la sangre se ha regado
por toda la pradera
aquel que la ha regado
¿que le espera?
dicen que el responsable
nunca ha gastado cuernos
solo un traje impecable
en los infiernos"

4/9/09

Últimos derroteros: De El Cairo a Qart Hadast

Es curioso analizar los derroteros que toman nuestras vidas en poco tiempo. Quería inaugurar esta nueva página personal haciendo recuento y reflexión de lo pasado y lo presente en los últimos tiempos. Verán, justo hace un año comenzaba una etapa que pondría punto y aparte a siete maravillosos meses de un enriquecedor viaje por tierras lejanas. Viaje que, como los verdaderos periplos, no sólo me hizo cambiar mi perspectiva del mundo, sino que me llevó a conocerme a mí mismo y a encontrar cierta empatía y paridad con eso que parece dar tanto miedo a las personas que han hecho de la rutina su único timón. Me refiero a lo desconocido, a la compresión del mundo con otro corazón y otros ojos, me refiero a la otredad que se manifiesta en culturas tan dispares al mal llamado primer mundo como las que viven, sienten y sobreviven en el oriente mediterráneo.

Ciertamente, con la bandera de la investigación y posiblemente poniendo como excusa la que es mi profesión, la arqueología (una especie de periodismo del pasado en el que podía sentirme como reportero de guerra en batallas de otros tiempos diferentes al presente), me embarqué en una aventura que me llevó a poner mi puerto de atraque en las orillas nilóticas de El Cairo, donde al final acabó picándome la mítica serpiente cuyo veneno te engancha a la ciudad sin que nunca puedas dejar de sentir nostalgia ante su lejanía.


Al final de ese viaje, a lo largo del cual comprendí que lo humano florece más allá donde menos hay y que la historia avanza a ritmos muy distintos dependiendo de en qué creas o en dónde te encuentres, se abrió ante mí un periodo de incertidumbre y de búsqueda de nuevos rumbos. En Occidente me esperaba la crisis, la realidad diaria de un soñador en paro y mi visión, aculturada por lo vivido, de una sociedad “primer mundista” deshumanizada.

El tiempo pasó, volví a Oriente para decir un Ashufak, un hasta luego de aquel otro que ahora no era sino yo, y regresé a mis lunes al sol en las colas del INEM más castizo, y a mis viernes de shisha en Lavapiés. Así, poco a poco pasaron las semanas y los meses -siempre de manera proporcional a como se descoloraba mi cuenta naranja por falta de alegrías monetarias- hasta que un buen día comenzaron a soplar, poquito a poquito, los vientos que volverían a poner mi nave en movimiento.

Y así es como llegué a Cartagena, ciudad milenaria a la que nunca había ido y a la que, siendo sincero, jamás había prestado mucha atención. Aquí, ciudad de fundación oriental como aquellas en las que vivía un año atrás y siempre con la arqueología por bandera, he comenzado a trabajar como reportero de la antigüedad, esta vez de aquella que está bajo los mares. También, por qué no, he comenzado a lidiar con ese mundo frustrante y farragoso que es el intentar hacer cosas dentro de una administración pública en la que el movimiento y lo diferente parecen causar pereza.

Lo curioso es que este derrotero, de nuevo inesperado, me está igualmente aportando sorpresas a cada paso que doy, o a cada metro que me sumerjo. Desde las personas que voy conociendo hasta los increíbles atardeceres sobre el Mar Menor o las mágicas noches de doble luna, todo parece conjurar para hacer del viaje toda una experiencia.

En fin, me detengo aquí que ésta pretendía ser no más que una entrada de bienvenida. Seguiré contando y narrando, prometido está. Desde opiniones y sensaciones hasta frutraciones, lo que veo en la calle o la última receta probada. Por favor, no se corten en comentar lo que crean oportuno y compartir experiencias. Este viaje a Ítaca lo hacemos juntos. Un saludo a todos.