Finalmente, tras un rato dando vueltas, Mister “sin nombre” y yo pusimos rumbo a puerto antes que todos los demás. El viento nos venía principalmente por la popa así que, como me habían enseñado, solté escota al máximo para que se abriera la vela completamente al viento y nos impulsará a mayor velocidad. La embarcación comenzó a ir más deprisa mientras posiblemente yo, a mis once años, me imaginaba que era un pirata de los mares del sur en busca de un tesoro perdido a la par que me perseguía un imponente galeón inglés. En estas estaba, tan ensimismado, que no me di cuenta de que por la proa, demasiado cargada entre el peso de mi grumete y el impulso del viento, comenzaba a entrar agua a horcajadas.
En cuestión de segundos, el casco de nuestro pequeño bote se fue a pique dejándonos a los dos tripulantes literalmente con el agua al cuello. Y digo con el agua al cuello pues ninguno de los dos nos levantamos de nuestras posiciones mientras nos hundíamos (“¡un capitán nunca abandona su barco!” debía pensar). Así, cuando el casco tocó fondo, la superficie del agua nos llegaba más o menos por la nariz. Después de todo, habíamos llegado a nuestro destino. O casi. Estábamos a unos cinco metros de la ensenada donde varábamos las embarcaciones y la profundidad no superaba el metro.
Desde entonces he realizado más cursos de vela y les prometo, señores, que no he vuelto a hundir un barco. Soy un marinero de fiar. Inexperto, pero de fiar. Me viene todo esto a la memoria pues ayer mismo, por primera vez, atraqué un gran velero de 15 metros de eslora yo solito en el Puerto Tomás Maestre, aquí en La Manga, recibiendo el viento también por Levante. Me quitaba así esa espinita que me acompañaba desde los once años y que contribuyó a que trabajara en barcos hundidos en vez de hundirlos yo mismo.